jueves, 18 de marzo de 2021

LA MUJER DE BLANCO. Wilkie Collins

Alguna vez he dicho que las clases sociales ya no existen y me lo han reprochado. “Hay ricos y pobres, ¿cómo dices eso?”. Porque no tiene nada que ver. A un pobre le toca la primitiva o encuentra un padrino en la política y su pobreza se acabó, también su marginación; es admitido en todos los clubes. Clases sociales había en la sociedad victoriana en la que se desarrolla esta novela, publicada en la Inglaterra de 1861. Llama la atención, o no, depende de lecturas previas, que los personajes de la novela den por hecho que el que nace sirviente morirá sirviente, su máxima aspiración es que sus hijos encuentren una colocación similar, sin tener que descender a las negruras sociales dickensianas. Naturalmente, un aristócrata considera justo, además alarde de bonhomía, tratar bien a los inferiores, pero manteniendo las distancias duras como el diamante. Otra cosa que me llama la atención es el número inmenso, es decir, no medido, de terratenientes en un país tan pequeño como Inglaterra.

Adoro a Collins desde que leí “La piedra lunar”, prologada admirativamente por Borges; también disfruté con  “Basil “ y “Armadale”. “La mujer de blanco” es su novela más famosa.

 La historia transcurre en Londres y en dos de esas mansiones que tanto nos suenan de novelas, series y filmes, una al sur y otra al norte de la capital. La cuentan en primera persona siete individuos, desde amas de llaves a nobles, pasando por jóvenes ingenuos, a instancias del protagonista principal, el profesor de dibujo Walter Hartright, de veintiocho años. Jóvenes valerosos, de ambos sexos, frente a mayores astutos e inmorales. Amor, miedo, hipocresía, ingenuidad; una violencia terrible, moral, intelectual y física. Un misterio que se resolverá tras algún giro inesperado con, en mi pobre opinión, un error casi al final que, sin impedir el disfrute de la historia, preocupa algo, como si en un reloj de maquinaria perfecta uno encontrase un arañazo en la esfera. Muchas novelas de hoy, mecanismos complejos, artificiosos y resultones, a lo Pierre Lemaitre o John Katzenbach están aquí, pero sin el sadismo exhibicionista del siglo XXI.

He disfrutado mucho estas, ojo, setecientas páginas. Edita Navona en julio de 2018.

  Luis Miguel Sotillo Castro


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