Hay mucho lector desencantado con esta autora, que se tiró en plancha con La Librería atraídos como moscas a un panal de rica miel por el título y se encontró con algo que no esperaban: la composición supuestamente caótica de Fitzgerald y sus finales inciertos, precisamente lo que más me gusta de ella.
Me agrada su manera de contar a base de elipsis salpicadas por diálogos, unas veces elocuentes, otras aparentemente sin sentido, que el lector debe interpretar rellenando los huecos que en una narración convencional estarían repletos de información. Me seducen sus personajes soltados en mitad de la página, a la deriva de la tinta, sin más herramientas que las de un carácter inseguro y la inercia a equivocarse continuamente, mientras la autora se limita a observarlos desde la distancia que marca su pluma. Me divierten sus familias atípicas que ven la sociedad convencional como una rareza pero sin criticarla.
Todos estos rasgos propios de su estilo los encontramos en esta deliciosa novela, funcionando como una maquinaria precisa hasta dar con un final abierto pero épico.
En el paisaje suburbano de los muelles del Támesis de los años 60 mora una fauna bohemia anclada en sus destartaladas gabarras, que no pertenece ni al agua ni a tierra firme, cuya existencia se rige por las enérgicas mareas del río y por la solidaridad comunal frente al resto de ciudadanos "normales" de la gran capital, formando así una reducida familia de desclasados.
Aún siendo una novela casi coral, la acción, como el paso entre barcazas, tiene como puente al "Grace" cuya propietaria es Nenna James, una treintañera canadiense madre de dos hijas: la sensata adolescente Martha que ejerce de persona responsable en la destartalada vida de su madre y la pequeña Tilda, un espíritu salvaje, hija del río, descarada y sin las inhibiciones del asfalto.
Abandonada por su marido tras la decisión de vivir en la gabarra, con la justicia y asuntos sociales acechando y una retirada de la custodia de sus hijas pendiendo como espada de Damocles, Nenna James navega entre la estabilidad familiar o no seguir negando su propia identidad. Ella encarna a la perfección el tipo de mujeres que deambulan por las novelas de Fitzgerald: desorientadas, en perpetua crisis existencial y en un oscilante estado de agitación. Es decir, la antítesis del modelo burgués de madre y esposa. Aún así, se las ingenian para seguir a flote aunque sea navegando en círculos.
Sus vecinos flotantes tampoco se caracterizan por llevar existencias muy normales: un viejo pintor cuyo barco hace agua por todos lados pero que se niega a reparar; el propietario de un pub en la orilla que usa su gabarra como almacén de contrabandistas; el que tiene un curioso pacto con su esposa por el que sólo conviven en vacaciones y Richard, el metódico oficinista que ejerce como capitán de esta extravagante flota. Todos comparten inciertas derrotas. Sus cuerpos, como los cascos de sus de sus viviendas, sufren el embate de olas de incomprensión y soledad, pero prefieren dejarse llevar por la marea antes que enderezar el rumbo que los conduzca a lo establecido.
Así, tanto los personajes como su modo de vida y el paisaje entre mareas en el que se desenvuelven, el libro en sí, no son más que la metáfora de una filosofía de vida distinta que la autora conocía muy bien, ya que ella y su familia vivieron en una barcaza en el Támesis durante años.
La recomiendo con pasión para todos aquellos que vivan a la deriva, entre dos mundos, para los nómadas de sí mismos que sólo echan el ancla en corazones amigos, para los gustadores de una literatura diferente y al margen de lo impuesto.
Volveré a Penelope Fitzgerald. Siempre.
Sybila @ YoLibro
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