lunes, 5 de abril de 2021

MIDDLESEX. Jeffrey Eugenides

Esta novela tiene una historia. ¡Y qué historia!

Acababa de leer las Vírgenes suicidas, que encontré por casualidad en mi librería de la playa donde miman mis gustos literarios, y aún estaba en shock, totalmente fascinada por el estilo de Eugenides. Volví al lugar del crimen, con las pupilas dilatadas de los que han tomado un narcótico y quieren más. Al verme entrar, mi librero ya sabía lo que estaba buscando y sin mediar palabra, sólo una cálida sonrisa, me tendió Middlesex, que acepté voraz, sin preguntar argumento. Solo quería sumergirme otra vez en el río de la prosa del autor. Y gocé enormemente del viaje.

Middlesex es el prototipo de “Gran novela americana”. Pero también es mucho más: es la epopeya de una familia griega, a la que persigue una maldición por transgredir el tabú fundamental, desde la huida de su Esmirna natal por la guerra griego-turca hasta el desembarco en EEUU; es la crónica de sus descendientes afanándose por alcanzar el sueño americano; es el relato de la supervivencia de la identidad cultural por no quedar diluida en la espuma de la Coca-Cola; es la Historia de la América de posguerra y de los terribles conflictos raciales en el Detroit de los 60.

Pero sobre todo, y por encima de todo, es la novela de Cal o Calliope, de cómo el sexo asignado al nacer puede hacer o deshacer a una persona. Y así comienza:

“Nací dos veces: fui niño primero, en un increíble día sin niebla tóxica de Detroit, un enero de 1960; y chico después, en una sala de urgencias cerca de Petaskey, Michigan, en agosto de 1974”

Quien después de leer esto piense que el libro va de tópicos de transexuales, defensas encendidas de la identidad de género y demás parafernalia al uso, se equivoca de medio a medio. Es más, yo lo recomiendo a personas que por educación o confesión religiosa ven estos temas recelo que lo lean. Van a recibir una gran lección de humanidad.

Escribiendo Middlesex, Eugenides hace un homenaje a sus orígenes griegos, en la voluptuosidad de su prosa, tan resinosa como el ouzo; en lo excesivo de sus personajes y de su extensión (¡600 y pico de páginas! Pero que no aburren un momento), en la concepción trágica del destino al más puro estilo Eurípedes, en el juego de  verdades y mentiras, en los sentimientos a flor de piel.

Finalmente, quería llamar la atención sobre el título, en modo alguno gratuito, pues no sólo hace referencia a la trama o al barrio donde vive la familia, sino que es una metáfora sobre la indefinición del emigrante, que termina por no pertenecer a ningún lugar.

Lo recomiendo vivamente, aunque me gustó más Las vírgenes suicidas, donde el autor está más cerca de Cheever. Aquí se desparrama, quiere abarcar tanto que pierde parte de la poesía intimista que hace de Vírgenes una obra de arte. Pero no queda ahogada, aflora en imágenes como la de esa abuela que se niega a hablar en inglés y se retira a vivir a una choza en el jardín de la mansión familiar, como un eremita del monte Atos, un trozo de Esmirna en la ciudad del metal.

YoLibro

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