Acababa de leer las Vírgenes
suicidas, que encontré por casualidad en mi librería de la playa donde miman
mis gustos literarios, y aún estaba en shock, totalmente fascinada por el
estilo de Eugenides. Volví al lugar del crimen, con las pupilas dilatadas de
los que han tomado un narcótico y quieren más. Al verme entrar, mi librero ya
sabía lo que estaba buscando y sin mediar palabra, sólo una cálida sonrisa, me
tendió Middlesex, que acepté voraz, sin preguntar argumento. Solo quería
sumergirme otra vez en el río de la prosa del autor. Y gocé enormemente del
viaje.
Middlesex es el prototipo
de “Gran novela americana”. Pero también es mucho más: es la epopeya de una
familia griega, a la que persigue una maldición por transgredir el tabú fundamental,
desde la huida de su Esmirna natal por la guerra griego-turca hasta el
desembarco en EEUU; es la crónica de sus descendientes afanándose por alcanzar
el sueño americano; es el relato de la supervivencia de la identidad cultural
por no quedar diluida en la espuma de la Coca-Cola; es la Historia de la
América de posguerra y de los terribles conflictos raciales en el Detroit de
los 60.
Pero sobre todo, y por
encima de todo, es la novela de Cal o Calliope, de cómo el sexo asignado al
nacer puede hacer o deshacer a una persona. Y así comienza:
“Nací dos veces: fui niño
primero, en un increíble día sin niebla tóxica de Detroit, un enero de 1960; y
chico después, en una sala de urgencias cerca de Petaskey, Michigan, en agosto
de 1974”
Quien después de leer esto
piense que el libro va de tópicos de transexuales, defensas encendidas de la
identidad de género y demás parafernalia al uso, se equivoca de medio a medio.
Es más, yo lo recomiendo a personas que por educación o confesión religiosa ven
estos temas recelo que lo lean. Van a recibir una gran lección de humanidad.
Escribiendo Middlesex,
Eugenides hace un homenaje a sus orígenes griegos, en la voluptuosidad de su
prosa, tan resinosa como el ouzo; en lo excesivo de sus personajes y de su
extensión (¡600 y pico de páginas! Pero que no aburren un momento), en la
concepción trágica del destino al más puro estilo Eurípedes, en el juego
de verdades y mentiras, en los
sentimientos a flor de piel.
Finalmente, quería llamar
la atención sobre el título, en modo alguno gratuito, pues no sólo hace
referencia a la trama o al barrio donde vive la familia, sino que es una
metáfora sobre la indefinición del emigrante, que termina por no pertenecer a
ningún lugar.
Lo recomiendo vivamente,
aunque me gustó más Las vírgenes suicidas, donde el autor está más cerca de
Cheever. Aquí se desparrama, quiere abarcar tanto que pierde parte de la poesía
intimista que hace de Vírgenes una obra de arte. Pero no queda ahogada, aflora
en imágenes como la de esa abuela que se niega a hablar en inglés y se retira a
vivir a una choza en el jardín de la mansión familiar, como un eremita del
monte Atos, un trozo de Esmirna en la ciudad del metal.
YoLibro
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