lunes, 19 de abril de 2021

EL INFINITO EN UN JUNCO. Irene Vallejo. Toma 2

 

Desde que Siruela anunció la publicación de esta obra de título bellísimo y evocador, la apunté como preferente en mi lista de compras libreras. No hizo falta que me llegaran recomendaciones de amistades, aunque vinieron en tromba, pues todos conocen mi pasión bibliófila. Me hice con él y lo leí en pleno confinamiento, entre la decepción, el enojo a veces, la satisfacción las menos. No me emocionó ni me convenció. Lo achaqué a las circunstancias de su lectura, así que pospuse su reseña “sine die”, en parte porque no me sentía lo suficientemente objetiva, en parte porque el libro estaba en plena efervescencia y había muchas personas que se estaban aferrando a él para olvidar el mal momento. Luego, viendo la trayectoria de reconocimientos, premios, incluido el nacional de ensayo (incomprensible desde mi punto de vista) y la legión de adeptos que lo veneran como la nueva Biblia de los lectores, opté por esperar la opinión de mi compañero de viaje en el blog de reseñas que no ha ocurrido hasta ahora.

Hoy, una vez aplacada la fiebre, aunque continúe en el candelero, para satisfacción de autora y editorial (y yo que me alegro), quiero comentar algunas cosillas por las que no considero este libro un ensayo histórico y sí un embalaje divulgativo con algunos errores de concepto y otros históricos, que se deben tanto al sesgo ideológico de su autora como a su deformación periodística, poco que ver con la labor historiadora.

Vaya por delante que admiro su cuidada y clara escritura, que facilita enormemente la comprensión de las ideas que trasmite; su bagaje cultural, como demuestran algunos títulos de la bibliografía final; su pasión por los libros y sus ganas de contagiarla, aunque en mi caso poco caló, salvo algunos capítulos o párrafos, en concreto los concernientes al período griego (no esconde sus preferencias). Reconozco que soy un hueso más difícil de roer. Mi formación como especialista en Hª Antigua, además de un máster en Bibliología y Biografía, me hace más crítica, aunque siempre he tenido presente que se trata de una obra divulgativa. Pero lo divulgativo no está reñido con lo científico, es más, por su propio concepto de democratización de temas poco asequibles a los no iniciados, debe ser más riguroso en su concisión. No es fácil, porque la tentación de caer en generalidades (y las generalizaciones son las mentiras disfrazadas con pase VIP) mayoritariamente aceptadas para atraer la atención del neófito es grande. E Irene Vallejo cae en ellas repetidamente.

Por ejemplo, cuando quiere ensalzar la figura de Heródoto, el padre de la Historia, como alguien distinto al resto de los griegos porque viajó incansablemente, dice que estos apenas se movían de su casa. Yo no sé de dónde salieron entonces todas las colonias griegas del Mediterráneo y Mar Negro durante los ss. VIII-VII a.C, por citar algunos movimientos (Para saber más sobre los viajes en la antigua Grecia, me remito al maravilloso y clásico libro de Gómez Espelosín “El descubrimiento del mundo. Geografía y viajeros en la Antigua Grecia”, ed. Akal)

Otro. La sempiterna visión de Roma como una panda de destripaterrones mientras Grecia flotaba ingrávida en un mar de ambrosía cultural. Cierto que hay un desfase entre ambas culturas en el período clásico, como también lo hubo entre las poleis griegas y Egipto o el Próximo Oriente en períodos anteriores. Pero Roma no fue una mera imitadora de Grecia, aunque lo diga la nueva diva de las clásicas, Mary Beard (“Grecia lo inventa, Roma lo quiere”, recoge la cita) a quien la autora sigue fielmente. Recomiendo a ambas el magnífico ensayo de Claudia Moatti “La razón de Roma” sobre la eclosión romana del s.II a. C en el que se demuestra amplia y gozosamente que existía un sustrato genuinamente romano para el salto cultural al que la influencia griega sólo avivó.

Sobre cómo se despacha con la civilización romana con los politizados adjetivos de imperialista, belicista, cima del sistema esclavista, como si el resto del mundo antiguo no se hubiera sostenido de la misma manera, etc. cayendo en la manida y errónea asimilación entre E.E.U.U y Roma, ni entro. Desde mi punto de vista, es la parte peor tratada, por desinformación y por tendenciosidad.

No quiero seguir abundando en ello, prefiero comentar lo que ha impedido que me atrape un libro a priori tan apetitoso.

Primero, la estructura. Capítulos que repiten sin pudor ideas (e incluso frases) ya ampliamente descritas hacen la lectura tediosa y ponen en duda un plan general de la obra, dando la impresión de artículos periodísticos añadidos sin revisión.

Segundo y lo que más me ha irritado: la inclusión de experiencias personales, demasiado, a veces sin una razón que justificara su presencia, que en lugar de atraer mis simpatías conseguían el efecto contrario, pues me sacaban de la lectura en los momentos menos oportunos. Estas digresiones invalidan, en mi opinión, su concepción como ensayo (histórico ya sabemos que ni por asomo), pues, llamadme clásica, pero para mí un ensayo ha de ser un discurso crítico, que se puede adobar con anécdotas personales pero no con desahogos.

Anima, por tanto, esta apasionada narración, que no apasionante, ese espíritu “millenial” de rápida y fácil empatía con un público poco exigente, pero que a los más leídos nos suena a “mucho ruido y pocas nueces”.

Podría recomendar su lectura con las advertencias hechas para la parte romana en particular, pero no sería ético por mi parte. Prefiero recomendaros el libro de Cavallo “Libros, editores y público en el mundo antiguo” en Alianza ed. que además Vallejo cita en su bibliografía porque es una obra clásica, crítica y científica, a la par que amena.

Sybilalibros

 

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