Desde que Siruela anunció la publicación de esta obra de título bellísimo y evocador, la
apunté como preferente en mi lista de compras libreras. No hizo falta que me
llegaran recomendaciones de amistades, aunque vinieron en tromba, pues todos
conocen mi pasión bibliófila. Me hice con él y lo leí en pleno confinamiento,
entre la decepción, el enojo a veces, la satisfacción las menos. No me emocionó
ni me convenció. Lo achaqué a las circunstancias de su lectura, así que pospuse
su reseña “sine die”, en parte porque no me sentía lo suficientemente objetiva,
en parte porque el libro estaba en plena efervescencia y había muchas personas
que se estaban aferrando a él para olvidar el mal momento. Luego, viendo la
trayectoria de reconocimientos, premios, incluido el nacional de ensayo
(incomprensible desde mi punto de vista) y la legión de adeptos que lo veneran
como la nueva Biblia de los lectores, opté por esperar la opinión de mi
compañero de viaje en el blog de reseñas que no ha ocurrido hasta ahora.
Hoy, una vez aplacada la fiebre, aunque continúe en el
candelero, para satisfacción de autora y editorial (y yo que me alegro), quiero
comentar algunas cosillas por las que no considero este libro un ensayo
histórico y sí un embalaje divulgativo con algunos errores de concepto y otros
históricos, que se deben tanto al sesgo ideológico de su autora como a su deformación
periodística, poco que ver con la labor historiadora.
Vaya por delante que admiro su cuidada y clara escritura,
que facilita enormemente la comprensión de las ideas que trasmite; su bagaje
cultural, como demuestran algunos títulos de la bibliografía final; su pasión
por los libros y sus ganas de contagiarla, aunque en mi caso poco caló, salvo
algunos capítulos o párrafos, en concreto los concernientes al período griego
(no esconde sus preferencias). Reconozco que soy un hueso más difícil de roer.
Mi formación como especialista en Hª Antigua, además de un máster en Bibliología
y Biografía, me hace más crítica, aunque siempre he tenido presente que se trata
de una obra divulgativa. Pero lo divulgativo no está reñido con lo científico,
es más, por su propio concepto de democratización de temas poco asequibles a
los no iniciados, debe ser más riguroso en su concisión. No es fácil, porque la
tentación de caer en generalidades (y las generalizaciones son las mentiras
disfrazadas con pase VIP) mayoritariamente aceptadas para atraer la atención
del neófito es grande. E Irene Vallejo cae en ellas repetidamente.
Por ejemplo, cuando quiere ensalzar la figura de Heródoto,
el padre de la Historia, como alguien distinto al resto de los griegos porque
viajó incansablemente, dice que estos apenas se movían de su casa. Yo no sé de
dónde salieron entonces todas las colonias griegas del Mediterráneo y Mar Negro
durante los ss. VIII-VII a.C, por citar algunos movimientos (Para saber más
sobre los viajes en la antigua Grecia, me remito al maravilloso y clásico libro
de Gómez Espelosín “El descubrimiento del mundo. Geografía y viajeros en la
Antigua Grecia”, ed. Akal)
Otro. La sempiterna visión de Roma como una panda de
destripaterrones mientras Grecia flotaba ingrávida en un mar de ambrosía
cultural. Cierto que hay un desfase entre ambas culturas en el período clásico,
como también lo hubo entre las poleis griegas y Egipto o el Próximo Oriente en
períodos anteriores. Pero Roma no fue una mera imitadora de Grecia, aunque lo
diga la nueva diva de las clásicas, Mary Beard (“Grecia lo inventa, Roma lo
quiere”, recoge la cita) a quien la autora sigue fielmente. Recomiendo a ambas
el magnífico ensayo de Claudia Moatti “La razón de Roma” sobre la eclosión
romana del s.II a. C en el que se demuestra amplia y gozosamente que existía un
sustrato genuinamente romano para el salto cultural al que la influencia griega
sólo avivó.
Sobre cómo se despacha con la civilización romana con los
politizados adjetivos de imperialista, belicista, cima del sistema esclavista,
como si el resto del mundo antiguo no se hubiera sostenido de la misma manera, etc.
cayendo en la manida y errónea asimilación entre E.E.U.U y Roma, ni entro. Desde
mi punto de vista, es la parte peor tratada, por desinformación y por
tendenciosidad.
No quiero seguir abundando en ello, prefiero comentar lo que
ha impedido que me atrape un libro a priori tan apetitoso.
Primero, la estructura. Capítulos que repiten sin pudor
ideas (e incluso frases) ya ampliamente descritas hacen la lectura tediosa y
ponen en duda un plan general de la obra, dando la impresión de artículos
periodísticos añadidos sin revisión.
Segundo y lo que más me ha irritado: la inclusión de experiencias
personales, demasiado, a veces sin una razón que justificara su presencia, que
en lugar de atraer mis simpatías conseguían el efecto contrario, pues me
sacaban de la lectura en los momentos menos oportunos. Estas digresiones
invalidan, en mi opinión, su concepción como ensayo (histórico ya sabemos que
ni por asomo), pues, llamadme clásica, pero para mí un ensayo ha de ser un
discurso crítico, que se puede adobar con anécdotas personales pero no con
desahogos.
Anima, por tanto, esta apasionada narración, que no
apasionante, ese espíritu “millenial” de rápida y fácil empatía con un público
poco exigente, pero que a los más leídos nos suena a “mucho ruido y pocas
nueces”.
Podría recomendar su lectura con las advertencias hechas
para la parte romana en particular, pero no sería ético por mi parte. Prefiero
recomendaros el libro de Cavallo “Libros, editores y público en el mundo
antiguo” en Alianza ed. que además Vallejo cita en su bibliografía porque es
una obra clásica, crítica y científica, a la par que amena.
Sybilalibros