Gracias a su
formación en Derecho y al desempeño de tareas como fiscal, policía y periodista,
Higgins encontraría en su trabajo un filón de personajes y argumentos para
plasmarlos en una serie de novelas en las que se abandonaba el cliché antiguo
de polis buenos, delincuentes malos, a la par que renunciaba a la construcción
narrativa clásica y tiraba casi exclusivamente de diálogos para conformar la
acción. El resultado es tan sensacional como chocante, pues obliga al lector a
prestar una atención especial a todas las idas y venidas de los personajes que
deambulan por el libro si no quiere
perderse por este Boston de barrios bajos setentero (por cierto que uno sabe
que está en esta ciudad por la contraportada del libro porque no se la cita en
ningún momento, salvo nombres de calles y locales conocidos sólo para los
nativos).
El eje alrededor
del que pivotan estos “amigos” es Eddie “Dedos” Coyle, un ladrón de poca monta
que ha estado entrando y saliendo de prisión durante toda su vida y sobre el
que pesa otra posible condena por la que ya no tiene ni fuerzas ni ganas de
volver a pasar. Una opción sería delatar a sus compinches del último palo, lo
que supondría una muerte segura; la otra, ser leal y chupar trena. Mientras se
decide, topa con un negocio muy lucrativo manejado por Jackie Brown (les suena
el nombre ¿verdad? Sobre todo si se es fan de Tarantino) un traficante de armas
tan temerario como imprudente. Pero que Eddie Dedos empiece a mover “Benjamins”
(billetes de 100$) con cierta alegría levanta la liebre y los galgos del
policía Doyle se lanzan a la carrera, ayudados por uno de los soplones más
despreciables de la historia del género. Y empieza una caza en la que todos
acaban embarrados.
Muy, muy
entretenida, con un ritmo endiablado gracias a los continuos y cortantes
diálogos sobre los que el autor deposita su potencia narrativa convirtiéndose
en marca de la casa, en Los amigos de Eddie Coyle, al contrario que en otras
obras del género, no hay sangre ni sexo desesperado: la violencia la ponen las
palabras. Porque los personajes no hablan, sino espetan, sueltan, desembuchan,
cantan, soplan, provocan y amenazan en la jerga del lumpen bostoniano, desde el
quinqui más desgraciado hasta el madero más templado, lo que confiere una gran
veracidad y frescura al relato. Y que podemos disfrutar gracias a la gran
traducción de Montserrat Gurguí y H. Sabaté. En inglés debe de ser alucinante.
No terminan ahí
las innovaciones. Higgins juega con el lector y no le dice quiénes son
delincuentes y quiénes polis. Hay que adivinarlo a través de los abruptos
diálogos en donde deja entrever un fino hilo que delimitaría la legalidad de la
ilegalidad.
Considerado como
uno de los padres de la nueva novela negra norteamericana (así lo reconoce en
el prólogo otro grande bostoniano, Denis Lehane) su obra supuso un salto
cualitativo en este género desde R. Chandler al dar validez a la frase de Marco
Anneo Lucano que nos regala Asteroide al final de la novela: “El crimen hace
iguales todos los contaminados por él”.
Su genialidad es
tal que el cine no pudo evitar imitarle descaradamente: Infiltrados de Scorsese
o The Town de Affleck le deben mucho, por no hablar de Tarantino que escogió el
nombre de uno de los personajes principales para dar nombre a su película.
Sin embargo, la
adaptación de la novela al cine de Peter Yates no estuvo a la altura, a pesar
de contar con Robert Mitchum como Eddie “Dedos” y Peter Boyle. Ello sin contar
con que la traducción del título al español reventaba el argumento.
Absolutamente
recomendable para cualquier amante de la novela negra bien escrita y con clase
que por algo estamos en Boston.
Sybila
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