De esas veces que escoges un libro sólo porque te atrae el título. No conoces al autor, no lees contraportada, no consultas opiniones en redes sociales, no quieres saber de lo que trata.
Lo que se dice saltar sin red y caer sobre una obra maestra.
Empiezas a leer y desde el primer momento te das cuenta de que no es una novela cualquiera, que el mimo en unir las palabras proviene de un amor especial por el lenguaje, que esa manera en la que una mirada cobra vida en tinta de imprenta no es casualidad, que unos personajes tan auténticos, despojados de todo adorno literario no provienen de cualquier pluma. Entonces vas a la solapa del libro y lees.
Lees que Philip Larkin es toda una institución en el Reino Unido; formado en Oxford, alma de poeta que sólo escribió dos novelas (ésta una de ellas), bibliotecario y crítico de jazz. Y comprendes.
Y tu cerebro dibuja una sonrisa de satisfacción porque la poesía de Larkin es el alma de esta obra en la que la protagonista es una enigmática chica, Katherine, bibliotecaria en precario y extranjera sin pasaporte conocido para el lector en una oscura provincia de la Inglaterra castigada por la II Guerra Mundial, que intenta reconstruirse a sí misma tras verse forzada al destierro. Sus ladrillos serán los encontrados sentimientos que le produce su trato con los ingleses y el recuerdo de un feliz verano adolescente en este país, gracias a un trivial intercambio epistolar que la puso en contacto con Robin y su arquetípica familia rural británica. Una carta de Robin, 6 años después, agitará la existencia de Katherine y la empujará a componer esta brillante novela.
Porque son los pensamientos, las emociones, los sueños y las decepciones de Katherine los que articulan la narración.
La acción, accidentes confabulados con una meteorología tan perversa como la que preludia las nieves, mientras el autor conduce, con una prosa exquisita y sencilla, por ese limbo angustioso de la educación británica, entre la amabilidad y la distancia; por la soledad, por el recelo al extranjero, por tenebristas consultas de dentistas, por la indolencia de un paseo en balsa por el Támesis, para lamentarse de sus compatriotas.
Al final Katherine bajará de la pluma del escritor, se volverá y le dirá con ese acento insinuado pero no aclarado: el invierno no tiene raíces.
Novela del desarraigo para lectores inteligentes, pues serán ellos los que deban rellenar los vacíos de información del relato, interesantísima, enamoradiza a pesar de su antirromanticismo y una lectura a la que volver cada vez que haya escarcha en los cristales.
Absolutamente recomendable.
Sybilalibros
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