Recién terminado
el libro y aún conmocionada por esta historia tan humana, tan emotiva como
elocuente, con unos personajes tan cercanos y honestos, tan sencillos como
profundos, que me ha trasportado a mi infancia cuando nuestros telediarios
abrían con el secuestro y posterior
asesinato de Aldo Moro por las Brigadas Rojas, haciendo macabra compañía a los
desgraciadamente casi cotidianos de ETA.
Eran los llamados
Años de Plomo, cuando las bandas terroristas comunistas bañaban en sangre
varios países de Europa (ETA en España, Brigadas Rojas en Italia, Baader
Meinhof en Alemania) tratando de imponer su revolución contra el estado por las
armas, asesinando a inocentes cuyo único pecado era ser de una ideología
contraria a la suya. Y así se cebaron con la Democracia Cristiana italiana.
Este no es un
libro de intriga o policíaco, a pesar de lo que cuentan en la contraportada
para atraer al lector.
Este es un libro hermoso
y necesario que reflexiona sobre qué es la Justicia y cómo aplicarla en los
casos que más exaltan a la sociedad. Esta reflexión la encarna el protagonista,
el fiscal Colnaghi, inspirado en dos magistrados antiterroristas asesinados en
Milán por las Brigadas Rojas, según reconoce el propio autor, y que sigue la
máxima que le transmitió un sabio juez: “Nosotros no debemos ser los de la ira”
ante los casos más sangrantes.
Durante la
investigación del asesinato de un político democristiano por un grupo terrorista
de izquierdas, Colnaghi, un hombre sencillo, introvertido, hecho a sí mismo
desde la orfandad de un partisano de la II Guerra Mundial, con una profunda fe
católica que le impide albergar cualquier sentimiento de venganza y un no menos
arraigado sentido de la justicia, se ve empujado a practicar un difícil ejercicio de autocontrol
en este caso inhumano que clama el ojo por ojo y lo que es aún más complicado,
trasmitirlo a sus compañeros de tribunales, contaminados por las luchas políticas
y la endémica corrupción estatal que roe Italia desde sus cimientos históricos,
para los que es más fácil ceder a la demanda rencorosa de la sociedad y la
familia del difunto antes que hacer Justicia.
Pero el autor no
sólo quiere que nos cuestionemos sobre el sentido de la Justicia. Quiere reivindicar
a la par a esos obreros de la Lombardía que, apaleados por el fascismo, se
unieron de forma clandestina a las filas comunistas al final de la guerra,
muchos sin entender la teoría, sólo aferrándose a la promesa de un mundo mejor
para sus hambrientas familias, en la figura del padre de Colnaghi, asesinado
por los últimos fascistas de la República de Salò.
Así, el libro se
construye sobre dos historias paralelas que confluyen en una no por más
universal menos conmovedora: el amor paterno-filial.
Y sin darte
cuenta, Giorgio Fontana te ha puesto contra la pared, te ha removido la
conciencia, te ha llegado al corazón, te ha vuelto a recordar que lo realmente
importante en la vida, lo que te separa de la barbarie vengativa, son las cosas
sencillas: la familia, los amigos, el amor que das y el que recibes.
Admirablemente
escrito, con gran pulso narrativo, ágil de pluma, pausado en los pensamientos, con
el manejo justo de los tempos entre ambas historias y evocadoras descripciones
de las calles de la gran metrópoli Milán que contrastan con la rudeza sincera
de la aldea lombarda, es tan hábil en mostrar la humanidad de los personajes
que confieso que se me han saltado las lágrimas en más de un párrafo. No me extraña que le concedieran el prestigioso premio Campiello.
Muerte de un
hombre feliz es un libro que hay que leer.
Sybila