El
ideal de algún filósofo es la vida especulativa, indagadora en lo invisible,
sin interferencias del mundo físico ni de los sentidos, herramientas trucadas.
La aspiración de algún otro filósofo es no tener ideales, vivir la vida como
viene, juntarla con la muerte en la misma nadería.
Ambos fracasan. La vida es mezcla, prueba y
error sin que podamos escapar del laboratorio; somos analistas analizados, nos
pongamos la máscara o mascarilla que escojamos. Filosofar es topar contra el
mundo. Es elegir.
En esta historia ejemplar Lucio debe optar
entre el Bien y el mal, como todos, pero él es consciente de ello; esa es su
rareza, que se interroga. Cree en la libertad y piensa que los actos tienen
consecuencias. Este modo de ser es poco común, contra el optimismo de la
mayoría.
¿Estamos, pues, ante un relato farragoso, de
grandes temas, difícil de comprender por las citas a santo Tomás de Aquino o
Spinoza? De ningún modo. Gracias al envoltorio de fantasía o ciencia ficción,
que ambos géneros roza, es muy ameno y original.
Como
nada nace de la nada y no hay lectores vírgenes, cada libro bueno recuerda a
otros. En este caso, me llega, para bien, un aroma de Kafka, con algo de Dino
Buzzati y tanta literatura sobre la soledad de los trenes.
Otra virtud de este libro es que me ha
descubierto al pintor Malevich, merece la pena informarse de su vida y obra.
Son 113 páginas, las justas, para disfrutar,
pensar y proponerse uno huir del adocenamiento. Leo la edición de Ediciones
Oblicuas, noviembre de 2019, semanas antes de la pandemia que va a alterar
nuestra percepción para siempre.