Segundo intento
con Maxwell, el editor por antonomasia del The New Yorker, tras el abandono de “La
hoja plegada” que me pareció de lo más ñoño y pretencioso. Pero una persona tan
dotada para encontrar el talento y tan elogiada tenía que haber escrito algo
mejor, me dije a mí misma. Así que me arriesgo con “Vinieron como golondrinas”,
rebajando expectativas, acción que, tras la deliciosa lectura, se mostró de lo
más inútil.
Nada más que con
el título me tenía casi ganada: de los más bellos y evocadores que he leído en
mi vida. No en vano, proviene de una estrofa de un poema de Yeats:
“They came like swallows and like
swallows went,
And yet a woman's powerful character
Could keep a Swallow to its first intent;
And half a dozen in formation there,
That seemed to whirl upon a compass-point,
Found certainty upon the dreaming air,
The intellectual sweetness of those lines
That cut through time or cross it withershins.”
Muchas veces, las
citas que algunos autores gustan de usar como prefacio no tienen mucho que ver
con el argumento y son mero exhibicionismo literario. No es el caso. Es
sorprendente cómo, una vez leída la novelita (es corta), el sentido y el tono
de ésta encajan perfectamente en los versos del poeta irlandés. Tal es la
dulzura, la sensibilidad y el amor que destila.
Vinieron como
golondrinas es un relato íntimo, muy íntimo, casi da pudor leer en las almas de
los personajes que Maxwell entreabre para nosotros. Narrado a tres voces, la
del pequeño Bunny, su hermano mayor Robert y el padre de ambos, nos cuenta
varios instantes en la vida de una familia media norteamericana durante la
pavorosa epidemia de gripe del año 1918. Momentos de felicidad, de ternura, de
peligro, de recriminaciones, que giran en torno a un eje fundamental: la madre,
pilar de la casa y brújula de sus habitantes.
En estos tres “diarios
privados” que apenas ocupan 200 páginas, Maxwell nos habla de muchas cosas: de la
importancia de la familia, la conservación de las tradiciones como la única
manera de perdurar, la religión como elemento definitorio de clase social, la
siempre difícil transición a la adolescencia, la infancia como el paraíso
perdido, los padres que aman a distancia por temor a perder estatus, la
educación como motor de progreso. Valores que podemos identificar como
constructores del espíritu norteamericano y que confluyen en la madre,
depositaria de todos ellos.
Cuando la
enfermedad golpea a la madre, el mundo se derrumba y los tres varones de la
casa deambulan perdidos y desamparados, intentando aferrar la realidad a través
del recuerdo de una cesta de costura, una luz velada de atardecer, un café
fuerte en el fogón, unos soldaditos de plomo tan egoístas como su dueño…Son en
estos instantes cuando más brilla el talento del autor, que se demora gustoso
en el detalle, en lo accidental, al modo de los pintores flamencos, y como
ellos, desarrolla la mayor parte del relato en los interiores de las casas.
La recomiendo
vivamente no sólo por la poesía de su imagen, la sensibilidad con la que trata
a sus personajes y el buen hacer de su escritura, sino también como
desintoxicación de novelas megalómanas contundentes, para recordar que lo
esencial está en los pequeños detalles. Creo que es una de esas joyitas que
pasan bastante desapercibidas, ahogada entre los grandes títulos y que sólo
sabes de ella si te la descubren.
El único pero,
una traducción regularcilla que en ocasiones afea algunos pasajes. He leído la
edición antigua de DeBolsillo, pero hay edición nueva en Asteroide. Quizás
hayan mejorado este punto.
Sybilalibros@YoLibro