He leído La Hoguera de las Vanidades de Tom Wolfe y lo primero que se me viene a la cabeza es parafrasear ese dicho taurino de “corrida de expectación, corrida de decepción”.
Había oído maravillas de ella, de la brutal crítica hacia la sociedad neoyorquina de los 80, aquella de la era Reagan donde se veneraba el éxito social y el dinero por encima de todo; de su original formato, ya que está escrita como si se tratara de una crónica periodística (no en vano su autor es periodista de profesión); de su lenguaje dinámico y tan visual que se realizó un filme (que no he visto) con las megaestrellas del momento Tom Hanks y Bruce Willis, pero de factura irregular que no alcanzó el éxito esperado (¿Será porque lo dirigió el excesivo Brian De Palma?). En fin, el boom literario de la década.
Nada más comenzar a leer te atrapa la ácida verborrea incontenible de Wolfe y el rápido desfile de personajes emblemáticos de la Gran Manzana: políticos corruptos, fiscales de distritos obsesionados con elecciones absentistas de su oficio judicial, el mediocre y trepa abogado judío, los toscos pero leales policías irlandeses, el predicador negro experto manipulador de la peor demagogia del racismo, el tiburón wasp de Wall Street, el periodista borracho que se regodea en su decadencia a la espera de la noticia que le lleve directo al Pulitzer y, finalmente, el Bronx, ese distrito poblado de miseria y delincuencia que no sólo es marco de la acción junto a su opuesta de clase alta Park Avenue, sino que se alza como un rico personaje robaescenas. No deja títere con cabeza.
Ingredientes de éxito. ¿Qué es lo que falla, a mi modo de ver? Que varias de las señas de identidad de la novela se convierten al final en la soga que la ahorca: esa manía común a casi todos los periodistas metidos a literatos de mostrar/alardear de toda la documentación que manejan, venga o no a cuento, lastra el ritmo de la narración, máxime cuando son casi 700 páginas. A la mitad, los discursos repetidos, la información redundante, el empeño en el tempo de la crónica, hacen la lectura muy cuesta arriba y se sigue la novela sólo por ver cómo termina el juicio.
Creo también que ha envejecido mal, en parte debido a su concepto periodístico. Lo que fue un aldabonazo a la hipócrita sociedad americana del 87 queda hoy como algo un tanto kitsch por el estilo excesivo del autor, más como un documento ideal para conocer el período que una novela por derecho.
A pesar de ello, la recomiendo para quienes no vivieron esa época, tendrán una visión bastante gráfica, para amantes de las pelis de juicio y para nostálgicos de las hombreras imposibles, maquillajes de opereta y las Nikes blancas para vestir.
Sybilalibros
Es un libro que supongo tuvo que ser mucho más estimulante leer en los 80.
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo contigo Javier. Creo que la edad no le ha sentado muy bien
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