Siempre
me ha parecido Inglaterra muy pequeña para tanta finca con mansión. También me
asombra la devoción de innumerables lectores por una sociedad clasista,
prejuiciosa, milimétrica en sus costumbres invariables, más tiesa que las
estatuas de sus jardines, como es la inglesa del siglo XIX.
Una
cosa es la literatura y otra la vida, se me objetará; se pueden disfrutar las
andanzas de terratenientes ociosos con servidumbre devota al tiempo que se es
“avanzado”. Cierto, a medias. Cuando Austen, las Brontë, Collins, etc, me
convencen de que sus personajes viven y no sólo aparentan, me gustan. Si se
rompe el espejo en que se contemplan continuamente y siguen ahí después, sobre
los pedazos, agradezco la lectura. No es el caso de Emma.
Conozco de memoria los paisajes de esta
novela, sus tipos humanos, con sus inquietudes repetidas, aspiraciones
circulares y leves como sus paseos campestres. Lo mejor, la ironía que envuelve
la listeza de Emma, equivocándose siempre; algún personaje simpático por simple
y tozudo, como su padre. Lo peor, paso páginas y pienso: esto lo he leído
veinte veces, Jane.
De
Austen, inglesa que vivió entre 1775 y 1817, me gustaron más, ocurrían cosas,
“Mansfield Park” y “la abadía de
Northanger”.
Luis
Miguel Sotillo Castro
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