jueves, 22 de noviembre de 2018

LA BALADA DE IZA. Magda Szabó


Me encanta tropezarme con autores desconocidos por el gran público, sobre todo los que provienen de países que estuvieron tantos años tras el telón de acero porque tienen tantas historias que contar y de una manera tan diferente a la acostumbrada europea occidental que siempre me sorprenden. O será que los leo con los ojos y el corazón de una niña: sin prejuicios, simplemente dejándome llevar.

Es el caso de esta sensible e inteligente autora, compatriota húngara del mediático Márai pero menos promocionada, a saber por qué (algo que, por otro lado, me alegra. El estar alejada de la tendencia dominante le da cierto caché que también pasa a sus lectores de alguna manera).

“La balada de Iza” es una historia de incomprensiones y silencios, de egoísmos encubiertos de generosidad, de vacíos dejados por los seres queridos que pretenden llenarse con material prefabricado, de choque entre las tradiciones del pueblo y las asépticas relaciones impuestas desde el Partido en la capital.

Iza es una reputada doctora cuya madre, que vive en una casucha de un poblado atrapado en tiempos pasados, acaba de enviudar. Con la más racional de las intenciones se la lleva a vivir con ella a su funcional pero inanimado apartamento de Budapest. Las continuas ausencias de Iza por su entregado trabajo, su estricto carácter, que ya la alejó desde niña de la ternura de su madre y la falta de contacto humano de la gran ciudad provocan en la anciana un desamparo tal que enferma de melancolía, lo que empuja a las protagonistas a tomar decisiones que las enfrenta a todo lo callado durante años.

Con esta trama tan sencilla como universal compone Szabó, más que una novela, una lección de humildad y humanidad, con unos personajes tan sinceros, tan de andar por casa que te atrapan al primer renglón y no puedes dejar de leer una vez empezada.
Contribuye considerablemente a esta conexión la fluida, natural y delicada escritura de la autora, gran observadora de caracteres, que entiende que una taza desportillada o una funda de almohada hecha de remiendos dicen más que seis páginas de elaboradas descripciones psicológicas. Sus palabras se deslizan por los personajes y el paisaje con un ritmo pausado, íntimo, casi secreto hasta que, abruptamente, se precipitan en la parte final del relato, en una cascada imparable de angustia reprimida y reproches liberados del terror.

Enlazado con lo anterior, no quería dejar de mencionar dos cuestiones cuando menos sorprendentes de esta novela.

Una se refiere a su título original, Pilátus, es decir, el Pilatos de la tradición cristiana como símbolo de la cobardía e inhibición de responsabilidad. Cuando leáis el libro, lo entenderéis. ¿El porqué de un título en castellano tan distinto? Lo ignoro, probablemente se deba a estrategia editorial.

Y la otra es la llamativa ausencia (casi total) de cualquier referencia política, teniendo en cuenta que fue escrita en 1963, bajo la dictadura comunista o quizás por ello: durante la época de opresión estalinista sobre Hungría, desde el 1949 al 56, el gobierno prohibió la publicación de las obras de Szabó por su libre pensamiento y porque su marido estaba estigmatizado por el régimen. Cuando lean a Szabó, lean entre líneas, porque los personajes y la historia representan mucho más que un conflicto madre-hija.

Recomendable no sólo por lo que representa de conocimiento de otras literaturas largamente silenciadas sino por la extraordinaria sensibilidad de la autora: si no sufren en silencio con Etelka es que no tienen sangre en las venas.

Finalmente, dar las gracias a Mondadori por traducir a esta autora y darla a conocer en España.
Sybila @YoLibro

martes, 20 de noviembre de 2018

LA GUERRA QUE MATÓ A AQUILES. Caroline Alexander


Los libros clásicos lo son porque, como los dioses inmortales, viven, se mueven, cambian y no perecen. Todo está en La Ilíada, y lo que no, fluye de ella. Ya, es más antiguo Gilgamesh, pero son incomparables en influencia y complejidad. El verdadero diluvio lento, imparable, es el que nos empapa desde Homero.
Tiene guasa que la autora de este libro se apellide Alexander, pues recordamos que Paris se llama Alejandro. La gracia se acaba ahí.

"La guerra que mató a Aquiles" nos dice que la guerra es inútil y carece de motivo lógico (discutible, y ella misma reconoce la importancia estratégica de Troya como llave del Helesponto, causa verosímil del conflicto.) Demuestra, eso sí, que en la guerra todos pierden. Al cabo, los héroes lo son a su pesar: Aquiles quiere volver a casa y Héctor mimar a su hijo. Pero los hombres son juguetes en manos de dioses aburridos, con lo que la libertad es un sarcasmo.
 La autora nos hace notar que Zeus puede cambiar los dictados del Hado, así de todopoderoso es, a diferencia de los dioses nórdicos. Mas no lo hace: quiere a algunos hombres, pero no tanto.

Se pronuncia Alexander por la heterosexualidad de Aquiles convincentemente. Y por la existencia de Homero. Recoge el poeta tradiciones orales de las Edades del Bronce y del Hierro, pero también innova. Da un modelo para la poesía escrita, anticipa la Tragedia y el realismo. Estremece ver, mediante ejemplos de las guerras del siglo XX, cómo las reacciones de los soldados en la batalla, sea de la Gran Guerra, Vietnam o la guerra de Irak, están escritas ya en La Ilíada: la codicia e impericia de Agamenón, la furia pre- berserker de Aquiles sobre quien me extendería si no temiese ser pesado, el valor y el miedo de Héctor. Pienso ahora que algo tiene en común las relaciones entre Aquiles y Agamenón con las de Mío Cid y Alfonso VI... pero lo dejo, que otra característica de los clásicos es que nos hacen hablar y hablar hasta a los más callados.

Edita bien Acantilado, como siempre. Leo la primera edición de marzo de 2015. Suficientes las notas, moderada la bibliografía, atinados los dos mapas. 349 páginas, 27 euros.


sábado, 17 de noviembre de 2018

BALZAC Y LA JOVEN COSTURERA CHINA. Dai Sijie


Pues una entretenida fábula con trasfondo de denuncia maoísta que se lee de un tirón gracias a la ternura de sus protagonistas. 

La novela cuenta la historia de dos adolescentes chinos, hijos de padres proscritos por el régimen comunista chino, que son enviados a una aldea tibetana de bárbaras costumbres  dentro de los famosos programas de re-educación comunistas. Allí, lo único que les alivia del trabajo extenuante y del trato inhumano es su habilidad para contar a los lugareños las películas que se proyectan en el pueblo principal pero que no llegan a ese lugar inhóspito. Pues, por orden del alcalde, nuestros protagonistas viajan cada semana con la misión de ver infames películas chinas que luego convierten en historias emocionantes para sus carceleros. En el camino entre pueblos se encontrarán con personajes curiosos y hallarán el amor en la dulce hija del sastre.

Para rizar la historia, tropezarán en el centro de internamiento con una misteriosa maleta repleta de libros franceses prohibidos propiedad de Cuatrojos, otro represaliado, que leerán a escondidas a cambio de ciertos favores.

Novelita de gran repercusión mundial  a pesar de que estilísticamente es bastante plana y ñoña, se hace atractiva gracias las referencias literarias a Balzac y otros autores franceses en el papel de educadores al margen de la uniformidad doctrinaria maoísta o a la recreación de relatos orales procedentes de la milenaria tradición china. Pero, sobre todo, te engancha el despertar a la vida del trío protagonista en un tono tan delicado y bucólico que contrasta violentamente con las atrocidades del campo de reeducación.

Lectura amable, rápida, para una tarde lluviosa o una noche de insomnio, que ha conocido versión cinematográfica de la que no puedo dar cuenta porque no he tenido oportunidad de verla.

Sybila @YoLibro


martes, 13 de noviembre de 2018

ADRIANO. Anthony Richard Birley


Aclaro que este es un trabajo de Historia riguroso. Hay libros titulados con el nombre de un personaje célebre que tienen mucho peligro: luz roja si se nombran “Yo, Fulano”, o “Yo, el…”
La excepción estupenda es “Yo, Claudio” de Robert Graves.

Birley es un historiador británico. Me decidí a leer este libro porque el autor se declara discípulo de R. Syme, cuya “La revolución romana” me encantó y porque de Birley leí ya con alegría su vida de Septimio Severo.

El problema con Adriano es la escasez de fuentes literarias, y estas, interdependientes entre sí. Son la Historia Augusta, Dión Casio, Mario Máximo, Arriano y poco más. Por suerte, Birley sabe sacar provecho también de la arquitectura, la epigrafía, las monedas de la época. Con todo ello, nos ofrece un retrato posible del emperador helenista, sin inventar (leí “Memorias de Adriano” de Yourcenar a principios de los ochenta. Avanzados los noventa, como es libro de buena fama permanente y apenas lo recordaba, lo releí. Hoy en día he vuelto a olvidarlo y ya no insistiré).

 Adriano es un personaje contradictorio. Pondré sólo un ejemplo, para más, lean este libro. La primera decisión de relevancia que toma  al llegar al poder es renunciar a las conquistas militares recientes de Trajano, su padre adoptivo. Cierto es que no era fácil consolidarlas, pero se negó a intentarlo. Las legiones recularon, volvieron por los caminos que habían abierto. Adriano fijó fronteras, renunció a la expansión imperial romana. Se le considera hombre de paz. Pero, y vamos a las contradicciones, no le tembló el pulso para casi aniquilar a los judíos cuando se rebelaron entre el 132 y 135 d.C, en buena medida, por la impericia política de Adriano. Hombre de paz, pero inició su mandato con el asesinato de cuatro senadores, lo acabó con más crímenes y fue enterrado sin ser llorado.

Como siempre que me gusta un libro, me extendería comentando otros aspectos. Mejor callo y lean. Aunque no me resisto a copiar un párrafo de la última página. Es una observación sagaz y graciosa de Sinesio de Cirene a comienzos del siglo V aplicable al alejamiento de los emperadores respecto de la gente corriente y, conviene decir aquí, que Adriano intentó ser accesible:
“Respecto al emperador y sus amistades y en lo referente a la danza de la fortuna, ciertos nombres salen disparados como llamas hasta una gran altura de gloria, para apagarse luego. Pero son cosas sobre las que el silencio es aquí absoluto; nuestros oídos no han tenido que sufrir ese tipo de noticias. Quizá la gente sepa –porque los recaudadores de impuestos nos lo recuerdan cada año- que todavía existe un emperador. Pero no está tan claro quién es. De hecho, algunos pensamos que el trono sigue aún ocupado por Agamenón.”
 Leo la primera edición de Península, 1 de noviembre de 2003; la original inglesa es de 1997. Fotos y mapas pertinentes. Las notas y la bibliografía demuestran el rigor del trabajo. 479 páginas.

Luis Miguel Sotillo Castro @sotillocastro en Twitter


lunes, 12 de noviembre de 2018

LA TERNURA DE LOS LOBOS. Stef Penney

Gratamente sorprendida por este relato.
Cuando muchas voces me la recomendaban no esperaba encontrarme con una novela de aventuras de corte clásico en pleno s. XXI, algo que echaba de menos desde mis lecturas juveniles y que siempre se agradece.

Ambientada en los profundos bosques del norte canadiense donde conviven diferentes lenguas y gente de toda procedencia, cuenta la historia de una persecución implacable, la del desconocido asesino de un trampero independiente, aunque todas las sospechas recaen en un joven amigo del mismo por haber desaparecido sin dejar rastro el día del asesinato. Convencida de la inocencia de su hijo huido, y ante la inoperancia de los representantes de la ley local, la señora Ross, una mujer decidida y al margen de los prejuicios sociales, verdadera protagonista del relato, se lanza en su búsqueda acompañada por un taciturno pero experto rastreador. A ellos se unirá más tarde el representante comercial de la todopoderosa Compañía que monopoliza el comercio de las pieles canadienses, supuesta depositaria de la ley en la zona pero con oscuros intereses en el hallazgo del asesino.

Con este punto de partida, Penney realiza una sugerente mezcla que cuenta como ingredientes con el canto a la naturaleza salvaje de los bosques de Jack London, la defensa de la libertad e independencia del Jeremiah Johnson de S. Polack y un punto de alegato del acervo indio de El último mohicano.

Bien escrita y bien planteada, la novela se complica con varias subtramas con las que la autora intenta mostrar la riqueza cultural y racial de su Canadá natal: la gran comunidad escocesa que mantiene las costumbres y religión de su metrópoli; los nómadas tramperos franceses; la mercantilista y prepotente Compañía inglesa; la cerrada y beatífica comunidad luterana de noruegos; los presidiarios del viejo continente que cumplían sus penas en desolado norte canadiense; los inquietos norteamericanos que cruzan la frontera según sus intereses y los indios nativos luchando por mantener su identidad frente a la avasalladora aculturación.

¿Qué ocurre? Que quien mucho abarca, poco aprieta. Y lo que era una novela con un horizonte claro, con personajes humanos e imprevisibles, se le va de las manos en el último tercio, resbalando peligrosamente hacia el folletín (en mi modesta opinión), lo que empaña el buen regusto que estaba dejando en el lector.
A pesar de ello, la recomiendo porque es muy entretenida y evocadora: tiene la autora una gran capacidad para trasportar al que la lee hacia aquellos inhóspitos bosques, viajar con la aguerrida partida de búsqueda y abrigarse de más porque la nieve salta de las páginas al sofá. Por cierto, los lobos apenas asoman.

ADENDA: Me gustaría destacar la foto utilizada en la portada del libro, un famoso cuadro titulado The sword proveniente de un museo canadiense. Desconozco si es la misma de la edición original. Si no es así, enhorabuena a Salamandra por hallar la ilustración perfecta para representar a la sra. Ross. Es tal cual se la describe en el libro.

Sybila

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