jueves, 11 de noviembre de 2021

REFLEJOS EN UN OJO DORADO. Carson McCullers

MCCULLERS. Así, en mayúsculas. De respeto, admiración, devoción, agradecimiento por cada página suya, y de amor sin fisuras. Pocos autores me mueven tanto como ella.

Tenía vagos recuerdos de una película extraña, vista a una edad en la que la historia y la manera de contarla eran difíciles de asimilar; por eso cuando el libro cayó en mis manos, el ansia de comprender y saber qué  pluma había pergeñado aquello hizo que lo devorara en una sola noche que adquirió tintes sádicos, entre la angustia por lo que leía y el inmenso placer que me proporcionaba.


Como una sibila antigua, Mccullers me iba envolviendo en la atmósfera asfixiante del cuartel sureño donde se iba a desarrollar un drama latente durante largos años, pausadamente, sin estridencias, con esa prosa suya tan serena que hace estragos, hasta hacerme cómplice de su “voyeurismo”, adentrándome en cada casa, persiguiendo a cada personaje, viéndolos sufrir desde la distancia que la autora siempre marca en sus obras, para terminar en una catarsis turbadora.


Catarsis, porque “Reflejos en un ojo dorado” es una tragedia griega en prosa, rigurosamente clásica en su estructura de tres actos, cuyos personajes encarnan las pasiones humanas más antiguas: el comandante Penderton y el deseo homosexual reprimido, su esposa Leonora la insatisfacción, el coronel Langdon, la traición, su esposa Alison, la locura, y el cabo Williams, la fuerza indómita de la naturaleza desencadenante del drama.


 McCullers conoce la magia del teatro, su poder para hablar de lo que la realidad calla, pero no maneja sus recursos como su compatriota Tennessee Williams así que lo traslada al mundo del relato donde es maestra. Desde su prosa limpia de adjetivos onerosos consigue construir un escenario hermético y denso, donde los personajes apenas se mueven, lastrados por el peso de sus almas, reacios a salir de su prisión familiar sin sospechar que el peligro no viene del enemigo sino que acecha en su ventana. El aire se hace irrespirable, sólo el fino bisturí de la palabra de McCullers, delicada, casi amorosa, casi inocente, es capaz de cortar el sofocante vapor y desvelar las enfermedades que corroen la salud de Norteamérica.


Desde la página uno de este pequeño y extraño libro se cierne sobre el lector la sensación de una fatalidad inminente. Las obsesiones de los personajes cierran la puerta a toda esperanza y la soledad, esa vieja amiga que McCullers retrata como nadie, se erige en la nueva diosa griega que juega con los humanos.


La capacidad universal del drama fue tan contundente que la novela generó un escándalo desmesurado en la pacata sociedad norteamericana cuando se publicó en 1941 por atentar contra una institución sagrada para el país como es el ejército y más en esas fechas. No lo olviden, Estados Unidos acababa de entrar en la 2ª GM. 


Público y crítica no esperaban esta provocación de la autora tras el éxito de “El corazón es un cazador solitario” y machacaron a McCullers hasta el punto de no reeditarla, como cuenta Tennessee Williams en el epílogo a la edición de Seix Barral que he leído.


En 1967 John Huston lleva el relato al cine con nada menos que Marlon Brando y Liz Taylor como protagonistas. Sin embargo, alguna maldición cassandrina impide que sea el éxito que se espera de semejante conjunción. 


Yo lo he disfrutado muchísimo, a pesar de la terrible traducción de esta edición (y parece que no hay otra en español, por desgracia). Tiene poco que ver con el resto de la producción de McCullers y a la vez lo tiene todo; es un experimento devastador y brillante que recomiendo apasionadamente. Eso sí, vayan con la mente abierta y el corazón inocente.


Sybilalibros


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