Las novelas de
internados constituyen un género
literario por sí mismas, con un claro perfume británico. Se podría hablar
incluso de un fenómeno casi exclusivamente anglosajón, ya que, aunque estas
instituciones tienen su origen y forma canónica en el Reino Unido, son
fielmente reproducidas por esa
aristocracia colonial de Nueva Inglaterra que, si bien se siente orgullosa de ser
la artífice de la Independencia, no duda en importar un modelo de educación
elitista cuando se ve en la necesidad de formar a sus vástagos para componer
los cuadros dirigentes del país. El visado de entrada para los colegios: la
pertenencia a una dinastía capitalista o un don para el deporte. El objetivo,
un pasaporte directo a universidades de prestigio como Oxford o Harvard sin
pasar por la casilla de salida.
La virtud de
Auchincloss reside en su enfoque, alejado del género. En lugar de narrarnos
historias de sana camaradería entre alumnos como las de Enid Blyton o el
revulsivo que supone la llegada de un enrollado profesor a una anquilosada
institución como El Club de los poetas muertos, opta por las impresiones de un
nuevo y apocado profesor que, necesitado del bálsamo terapéutico de la
escritura y deslumbrado por la omnipresente figura del Rector decide escribir
su biografía, ayudado por diferentes entrevistas con las personas que más influyeron
en su vida. Estas no sólo conforman la estructura de la novela sino que ofrecen
excelentes retratos psicológicos, imprescindibles piezas del puzzle que
descubrirá el verdadero rostro del Rector, aparente encarnación del sueño
americano al que no le faltan pesadillas.
De fondo, la
trepidante historia de los Estados Unidos durante la 1ª mitad del S.XX
zarandeando a los personajes: su encuentro con Europa en la 1º Guerra Mundial,
los locos años 20, la brutal crisis del 29, para terminar con la subversión de
todos los valores que supuso la 2ª Guerra Mundial.
La recomiendo no
sólo por el afilado, inteligente y crítico retrato de la clase dirigente
norteamericana (no en vano Louis Auchincloss pertenecía a ella y se formó en
esas instituciones), sino por la distinguida prosa del autor y su refinada
cultura, muestras de verdadero cosmopolitismo y no el de imitación couché:
tomaremos el té con Henry James en París, caminaremos en zapatillas por casa de
Edith Wharton, pintaremos con Matisse.
Un único pero: la
excesiva focalización en la figura del Rector hace que algunas situaciones y
conversaciones sean redundantes, haciendo pesada la lectura a intervalos.
Finalmente, volver
a destacar la cuidada edición y traducción de Asteroide, algo muy de agradecer
para no desgraciar una buena novela.