Si tenemos un presente estable y próspero –en caso contrario, no estamos para ociosidades- , nos dedicamos a pensar en nuestra vida, además de vivirla. Somos nuestros recuerdos; estos son un fresco en una iglesia irrelevante, atacado por los hongos, la humedad, los cambios de temperatura, bajo un tejado endeble y agrietado.
Fernández Santos, madrileño de raigambre leonesa, vive entre 1926 y 1988. Amigo de Ignacio y Josefina Aldecoa, Medardo Fraile, Rafael Sánchez Ferlosio, Carmen Martín Gaite; gente de fama más merecida que estridente, grandes escritores todos. Autor de éxito, muy premiado, también es cineasta, relacionado con Mario Camus y Carlos Saura.
“El hombre de los santos” obtiene el Premio de la Crítica en 1969. El protagonista, copista de joven en El Prado, restaurador, se dedica a salvar pinturas en peligro, esas que sufren el abandono en las viejas ermitas e iglesias de nuestros pueblines. Trabajando en aldeas anónimas, termina por añorar Madrid; en la capital, acaba por desear huir a algún pueblo medio muerto. Reflexión e insatisfacción. Discreto culo inquieto. Hombre de familia sin vocación.
El curilla de aldea y el salvador de pinturas, ambos con oficios delicados; cuidar y guardar almas, colores, pigmentos, secretos, coinciden en lo dudoso de su vocación, entre campesinos y monjas. Esto impregna el libro de desasosiego y tristeza.
Una boda en las afueras.
El protagonista casa a su hija en el barrio, frontero a la tapia de la Casa de Campo. Padrino sin ilusión, toma copas en los quioscos del Manzanares para no estorbar en casa. Paga rondas y recuerda el viejo Madrid de los años 20. “Era Madrid pequeño y luminoso”; “Aunque había menos luces, sólo un par de cines...” Creo que lo verdaderamente luminoso era la infancia.
La novela está excelentemente escrita, no así editada. Advierto, con disgusto, en esta entrañable colección Libro amigo de Bruguera, algunas erratas y una falta de ortografía. Es edición de 1981, 318 páginas; 250 pesetas en su día, un euro hoy en mercadillo.
Luis Miguel Sotillo Castro
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