Stanislaw
Lem es fenómeno curioso, como un planeta errante; una estrella mundial de la
ciencia ficción sin ser anglosajón. Lean su obra más significativa: “Diarios de
las estrellas”, con el viajero estelar Ijon Tichy a los mandos de la nave.
Uno
mira con simpatía los teléfonos fijos con cordón, las grandes radios pegadas a
la pared sobre una repisa de madera. Sin ellos, hoy no pasearíamos con toda la
información inútil del mundo dentro de un gusano en la oreja.
Uno mira con simpatía a los pioneros de la
ciencia ficción, pasados de moda, ingenuos, pero cimientos del fantástico
edificio que vino después. Lem tiene la peculiaridad de ser polaco, algo casi
exótico en un género de triunfadores mayoritariamente estadounidenses. En una
Polonia bajo la bota soviética, las aventuras en Marte y el humor podían eludir
la censura y sus arenas movedizas.
Lem
intentaba publicar una novela contemporánea, pero las autoridades le ponían
reparos, como que no resaltaba suficientemente el papel positivo del Partido
Comunista en la Historia. Harto, necesitado, se pasó a la ciencia ficción,
género en el que ya tenía alguna experiencia. “Astronautas” resultó un éxito
inesperado, también en el extranjero, hablamos de 1951. Su carrera se
encaminaba hacia el futuro.
Salvo la densa “Solaris”, sus novelas se caracterizan
por el humor, a menudo sarcástico. El éxito de “Astronautas” en Polonia se debe
al contraste con el realismo socialista en boga; en el extranjero, tal vez a su
apariencia científica, pero no enrevesada. Lem imagina en “Astronautas” un
origen marciano del famoso meteorito siberiano de 1908, sabios cercanos y un Marte civilizado y agresivo.
Debo decir que la novela queda hoy anticuada.
La leerán con simpatía los aficionados al género.
Leo la Edición de Impedimenta, marzo de 2016.
373 páginas.