“Me puse de pie. Por un momento volví
a ver a Gloria sentada en aquel banco del muelle. La bala acababa de darle en
la sien; ni siquiera había empezado a manar la sangre. El fogonazo de la
pistola aún le iluminaba la cara. Todo simple como el día. Ella estaba
relajada, cómoda por completo. El impacto de la bala le había impulsado un poco
la cabeza hacia el otro lado; yo no tenía una visión perfecta de su perfil,
pero sí alcancé a ver la cara y los labios con la claridad suficiente para
saber que estaba sonriendo.”
Novela negra, negrísima, y desgarradora; desde su
extraordinario título, pasando por el brutal comienzo hasta el anunciado pero
no por ello menos doloroso final, no hay respiro para el lector como no hay
esperanza para los protagonistas.
Empezar un libro con una sentencia por asesinato, seguida de
una tranquila confesión de culpabilidad por parte del protagonista masculino, deja
al lector en un “shock” del que es difícil salir y podría desalentar a su
lectura sino fuera por la naturalidad del planteamiento y la falta de artificio
en la escritura que incitan a saber los porqués.
Robert, nuestro narrador, es acusado de matar a Gloria, su accidental
compañera de maratón de baile. Durante su alegato en el juicio, reconstruye la
historia de una relación envenenada que empezó como los sueños de muchos
jóvenes norteamericanos durante la Gran Depresión: ser alguien en la industria
del cine. La falta de recursos, el hambre y la soledad hostil hacen que estos
desconocidos se apunten como dispar pareja en uno de esos aberrantes concursos
de maratón de baile que proliferaron durante aquella época donde a cambio de
comida, cama, un premio en metálico y la remota posibilidad de que un
cazatalentos de Hollywood acudiera al espectáculo, la juventud de América en
lugar de morir de inanición, lo hacía de extenuación mientras danzaba de la
mañana a la noche con mínimos descansos de diez minutos ante un público ávido
de carroña. La única regla era estar siempre en movimiento.
Horace McCoy, reportero de poca monta, escritor de “pulps”,
guionista del Hollywood dorado de los años 30, conocía de primera mano la inhumanidad
de estos concursos y aprovechó esta su primera novela para denunciar en toda su
crudeza la realidad de la Depresión en el Eldorado del cine, cuyas películas obviaban
deliberadamente para no hundir aún más a la población, siguiendo las
directrices de Roosevelt.
Crítica nada velada al capitalismo feroz que provocó la
crisis del 29, “¿Acaso no matan a los caballos?” está considerada también como
una novela precursora del existencialismo al mostrar en sus desgarrados
personajes y en la opresión del ambiente la angustia permanente y la
incapacidad para cambiar el destino, algo muy alejado de la idea de los Estados
Unidos como paraíso de las oportunidades.
McCoy presenta lo absurdo de la existencia a través del
baile, una actividad asociada desde el principio de los tiempos a la alegría y
a la liberación que por la iniquidad de un capitalismo báquico, es condenada al
castigo de Sísifo, mientras el nihilismo de Gloria va calando en su compañero y
en el lector hasta convertirse en su némesis. Pura tragedia griega.
De esta forma, lo que aparentaba la sencillez y humildad de
novela negra primeriza se convierte en sus distintos niveles de lectura en un
mundo complejo y destructivo que provoca mil preguntas en el lector. La prosa
de McCoy, precisa, desnuda, empeñada en mostrar la belleza poética de lo
desagradable, la elevan a la categoría de imprescindible del género.
Si después de leer esto aún tenéis dudas sobre su lectura
porque os echa para atrás la dureza de la historia, insisto: absolutamente,
casi necesariamente recomendable.
Solo me queda hacer referencia a la estupenda adaptación al
cine que hizo Sydney Pollack en el año 1969 (la novela data de 1935) con el
título en español «Danzad, danzad, malditos». Desde mi punto de vista aún más dura
y triste que la novela, con una Jane Fonda como Gloria realmente insoportable,
pero igual de buena. Recomiendo vivamente su visionado.
Sybilalibros