Me ponen nerviosa
las novelas del “sí pero no, sino todo lo contrario”. No por lo que tengan de
experimental, que me atrae siempre, sino porque al final de su lectura me queda
una sensación de haber sido engañada por un mago de feria: mucho polvo mágico
pero el conejo es el mismo de siempre.
Y es justo lo que
me ha sucedido con esta nouvelle de Swift, un autor que desconocía, pero que venía
avalado como el compañero más audaz de esa generación de olímpicos encabezada
por Martin Amis e Ian McEwan.
En ello no mentían,
pues quien espere de El domingo de las madres una novela al uso se dará de
bruces con una estructura narrativa atípica, plagada de elipsis que conviven
con la misma imagen repetida desde distintos ángulos, al modo de Expiación de
McEwan.
Cuenta la
historia de amor clandestino y, por ese motivo, tan legítimo como usual, entre
el joven y rebelde aristócrata inglés y la criada huérfana con ambiciones. Lo
que en principio aparece como la enésima crítica social hacia esa aristocracia
británica con más conciencia de clase
que Lenin, que continúa aferrada a sus atávicas costumbres a pesar de haber
venido muy a menos tras la II Guerra Mundial, se desvelará muy pronto al lector
como una mera excusa para que el autor vierta en nosotros sus ideas sobre el
arte de escribir, en forma de recuerdos de la nonagenaria criada: qué escribir,
qué personajes vampirizar, camuflar, escoger para el propósito de la obra,
vista como una expiación de las aflicciones del que escribe. Reflexiones y conclusiones
interesantes, compartibles o no, que obligan a frenar la lectura y a hacerse
preguntas, ejercicio siempre estimulante y de agradecer para todo aquel que
sufra la enfermedad del papel escrito. Dice Swift:
“¿Qué era exactamente, entonces, lo de contar la verdad? ¡Los lectores quieren siempre que hasta la explicación se explique! Y cualquier escritor que se precie los engatusará, los azuzará, se los llevará al huerto. ¿No era lo bastante obvio? Se trataba de ser fiel a la verdadera materia de la vida, se trataba de intentar capturar, aunque jamás se logre, la percepción misma de estar vivo. Se trataba de encontrar una lengua. Y se trataba de ser fiel al hecho-una cosa se seguía de la otra- de que en la vida hay muchas cosas que no pueden explicarse”
Los personajes,
apenas esbozados, carecen de personalidades atractivas, dejando sólo entrever
el autor el sufrimiento interior tras el velo de la rutina.
Desde mi visión
personal e incluso desde la relectura de algunos pasajes, creo que la idea de usar este
marco de nobleza rural castigada y estos personajes para exponer sus concepciones
acerca del arte de escribir no está bien conseguida: por lo previsible del
argumento por un lado, y por el endeble hilo que lo une al objetivo final. Eso sí,
si quería dejar a cuadros al lector, lo ha conseguido. Porque facultades para
dominar la lengua, le sobran a Swift, tantas, que aunque no me haya entusiasmado
esta lectura, volveré a probar por ver si me termina de convencer o lo pongo
definitivamente en el cajón de las decepciones a contracorriente de la crítica especializada.
Como dice el
autor, en vosotros está la decisión de leerlo o no, depende de vuestra
curiosidad lectora.